Hombre

Alfredo Castro, viajero del tiempo

Cuando a fines de los 80 fundó la compañía La Memoria no estaba consciente de que estaba creando un lenguaje particular ni que formaría un público fiel. Lo que recuerda es que mientras ensayaba la trilogía que dio inicio a ese grupo (La manzana de Adán, La historia de la sangre y Los días tuertos) a sus integrantes los movía el juego y una libertad creativa absoluta, la misma libertad con la que enfrenta siempre sus personajes. Porque el método es algo así como una cárcel. El más bien somatiza los personajes; mientras actúa viaja por los sueños, por el pasado y por el futuro. Y eso lo hace muy feliz.

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De camino a esta entrevista a Alfredo Castro le habló una desconocida.

"Me dijo 'soy vecina suya. Regáleme una foto, por favor'. 'Claro, por supuesto, pero tiene que ser rápido porque voy a una entrevista', le dije. 'Ay, estoy tan nerviosa, tan feliz –me dijo–. Gracias, DON HÉCTOR'. Me vine riendo para acá, pero no le iba a decir 'no soy Héctor'. No, pa' qué. Si se fue ilusionada y capaz la publique y escriba 'me encontré con Héctor Noguera'. Para mí sería un honor, porque Héctor es alguien muy cercano. Y Amparo, Damián, Piedad y todos sus hijos, todos son familia para mí".

El día anterior, la CADEM había publicado una encuesta en la que se eligió al “Mejor actor de la historia de Chile”, un sondeo que dejó en primer lugar a Héctor Noguera, seguido del propio Alfredo Castro y de Álvaro Rudolphy.

Con 69 años, Alfredo Castro, reconocido actor de teatro, televisión y cine, y fundador de la compañía La Memoria, explica que forjó lentamente su carrera como director de teatro. Pasaron muchos años entre Equus, su debut como actor en la tablas, y La manzana de Adán (su primera dirección profesional). Lo que hubo entre una y otra obra lo recuerda con cariño: el tiempo en que fue profesor de maquillaje y asistente de dirección en la Escuela de Teatro de Fernando González; la grabación de su primera teleserie, De cara al mañana (TVN); su especialización en The London Academy of Music and Dramatic Arts, y el tiempo que actuó bajo las órdenes del director de teatro Ramón Griffero. Pero él tenía que buscar un camino propio. Por eso mismo solo fue tres veces a los ensayos de La Negra Ester; sintió que no era su lugar.

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“Con uno de los cursos de aficionados (de Fernando González), donde estaba Rodrigo Pérez (más tarde gran director de teatro y fundador de la compañía Teatro la Provincia), quien venía de la psicología, monté como trabajo final Lástima que sea una puta, de John Ford, contemporáneo de Shakespeare, una obra increíble que yo había hecho en Londres el año ‘83. Hicimos dos funciones para que ellos se las mostraran a sus familias. Y fue lindo. Esa fue mi primera dirección con público. Eso fue en el año ‘84. El ‘88 inicié La Memoria y ahí llamé a la Amparo Noguera, a Rodrigo Pérez, a la Verónica García- Huidobro y la Paulina Urrutia, y empezamos a hacer ejercicios de improvisación sobre La manzana de Adán. Luego se fue la Vero y quedamos los que quedamos, y mostramos La manzana de Adán como un ejercicio que iba a ser dirigido solo a nuestros colegas actores, actrices, directores, directoras, en una casa abandonada en el barrio Bellavista donde había un club de jazz (...) Fueron 20 invitados y quedaron muy impresionados con esa obra y nos decían ‘por qué no la dan a público’”, rememora Luego vino Historia de la sangre, que surgió de una investigación que hizo junto a Rodrigo Pérez y Francesca Lombardo sobre crímenes por amor. Y más tarde, con textos de Claudia Donoso y fotos de Paz Errázuriz, Los días tuertos, sobre testimonios de gente de circo y de cuidadoras de tumbas.

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L’OFFICIEL: ¿En ese momento eras consciente de que estabas construyendo un lenguaje único, un lenguaje particular?

Alfredo Castro: No, no, para nada. Pero fíjate que tuve el feedback, la devolución supercariñosa y profesional de Juan Antonio Muñoz, de El Mercurio, y de Javier Ibacache, de La Segunda. En ese entonces ellos eran muy jóvenes periodistas, estaban recién empezando y eran supergenerosos, y los invitamos a ver la obra y quedaron sumamente conmovidos. Javier se hizo muy cercano a Francesca Lombardo. Y Juan Antonio me hizo una entrevista y me acuerdo perfecto que me dijo lo que tú me acabas de decir. ‘¿Tú te das cuenta de lo que estás haciendo?’. Y dije 'es una obra nomás'.

La crítica eso sí, fue lapidaria, recuerda. “Fueron supermalas, de las tres obras. Las puedes revisar, eran muy, muy malas”, dice sonriendo, sin rencor. Pero igualmente la compañía La Memoria formó un público fiel y comenzó a ser validada, especialmente en el ámbito académico. Y más tarde internacionalmente. El director recuerda con cariño un gesto de la crítica Carola Oyarzún. “Muchos años después se hizo un simposio en el Goethe-Institut en Chile, para preparar una visita a un gran simposio con grandes teatristas y teóricos del teatro en Alemania. Y presentamos Historia de la sangre. Y ella fue a verla, se me acercó y me dijo: ‘Te quiero pedir disculpas. Yo no estaba preparada cuando vi la obra; hice una crítica no muy buena y quiero publicar una nueva crítica’. Yo le dije: ‘Carola, te agradezco el acto de nobleza y lo encuentro increíble’. Y publicó una nueva crítica diciendo que no estuvo preparada para ver esa obra. Y yo creo que sí formamos un público nuevo, nadie estaba preparado para ver ese tipo de teatro que yo no sabía qué es lo que era. Pero yo me sentía en una comodidad maravillosa, en una libertad muy rica de creatividad, superapoyado por los actores, libres, llenos de juego, de la búsqueda que queda de descartar cosas, de botar, botar, botar y dejar como el residuo, digamos, el precipitado de sueños que era montar estas obras”. Según cuenta, era un teatro donde se propuso dejar de usar la metáfora. “Porque yo estudié en plena dictadura y en nuestros ejercicios en la escuela, en las obras que hacíamos y en todo había que usar metáforas para hablar de la libertad, de la sexualidad, del exilio, de la tortura, en fin, de cosas amplias, universales y también muy chilenas, de lo que estábamos viviendo. Y yo dije ‘esa época terminó para mí, quiero que termine, y creo que lo que hay que terminar es con el lenguaje’. Entonces esos textos eran muy crudos, los testimonios eran tal como la gente hablaba y era lo que la gente pensaba de la sexualidad y de cómo pensaba Chile. Entonces mi gran pregunta para la investigación en el psiquiátrico era, ¿qué es Chile?, ¿eres chileno o chilena?, ¿qué es ser chileno?, ¿qué piensas de Chile?, ¿te gusta tu bandera?, ¿cuál es el himno nacional de Chile? Y ahí se abría un mundo maravilloso”.

L'O: Y no había una estructura aristotélica.

AC: Claro, para nada aristotélica. Estructuralmente eran precipitados de sueños, de imágenes. Entonces la estructura era una escena, un testimonio. Una escena que sucedía frente a un espejo encadenada con una música de Miguel Miranda –que también estaba empezando a componer su música–, con una escena frente a una cortina de brillos de plástico donde estaba la Amparo. Y después se iba a un acuario donde estaba Rodrigo Pérez y a un piso de un bar donde estaba la Paulina Urrutia. Entonces el encadenamiento de una escena a otra no era aristotélico, para nada. Era una unión de imaginarios que iba de un testimonio a otro. Claro, entonces la gente denominaba eso poético. Poético, porque no había palabras para denominarlo. Claro, y me parecía bien también, porque efectivamente era una poética. Claro, no en el sentido poético de poesía. Poesía o poética del espacio.

L’O: En los últimos años has estado un poquito más alejado del teatro; has hecho, pero menos que antes, porque se te abrió el mundo del cine ¿Qué ha significado eso para ti?

AC: Bueno, he actuado en teatro, pero siento una pérdida, fíjate. Porque me gusta mucho el teatro. Siento que el teatro es la cuna, la matriz de lo que uno puede hacer en cine. Actuar y dirigir en teatro me parece importantísimo. Es una experiencia impagable, imborrable y me ha servido mucho. Mi formación teatral me sirve para mi proceso como actor en cine. Porque en el teatro tú ensayas una obra y la vas editando inmediatamente en los ensayos (...) Y yo encuentro que es supercientífico. Tú pruebas una escena toda una tarde, una semana completa; vas probándola, cambiándola, viendo las emociones que en ella surgen, las entradas, salidas, los vestuarios, todo. Y dices ‘esto es’, porque esto científicamente estoy viéndolo. Esto emociona, tiene estructura, tiene un viaje narrativo. Entonces “esto es y esto queda”. Y vamos a la otra escena, al otro acto. ¿Me entiendes? Y eso me permite, como actor en el cine, y respetando mucho la dirección de quien está dirigiendo la película, editar mi actuación. Y también vivir con plena y absoluta libertad lo que se me está ofreciendo en escena.

Y cuenta algo que aprendió de la escritora chilena Diamela Eltit: “Ella me dijo ‘para mí escribir es un acto de profunda libertad, donde yo soy muy feliz, y eso es superimportante’. Y yo dije ‘¡qué lección más preciosa!’. Entonces cuando hago teatro o hago cine, como te digo, soy respetuoso de las jerarquías, pero pido un espacio de libertad para sentirme en mi cuerpo, porque soy un actor que más bien somatizo mis personajes".

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L’O: Cómo es eso de somatizar.

AC: Los paso por mi cuerpo. Francesca Lombardo me enseñó eso. Yo le dije ‘me preguntan tanto qué hago, cómo lo hago, cuál es mi técnica (de actuación)’. Y yo le decía ‘yo no tengo metodología, técnica. Como que uno puede decir (mi método es) Stanislavski, Brecht o el Actors Studio, no sé, a mí me pasa que los personajes los vivo, pero en profundidad. Entro como en otra dimensión espacial del inconsciente. No sé cómo decir eso’. Y ella me dijo “eso es somatizar’. Somatizar es que tú pasas a tu sangre aquello que estás viviendo. Y eso pasa cuando vives una experiencia muy potente, muy real, que quedas sin palabras y todo es cuerpo, puro cuerpo. Entonces yo empecé a denominar mi método, mi estilo, mi poética, como un acto de somatización. Yo entro en un estado del cual obviamente hay una conciencia que está siempre presente. Pero tengo el permiso de meterme en mi imaginario, en mi inconsciente y en el inconsciente del autor o autora, en esta estructura de los sueños de la que estamos hablando. Entonces yo puedo estar muy libre y feliz, que es lo que más me interesa.

L'O: Y a propósito de la felicidad, la edad es un tema para ti, porque a veces cuando uno va madurando, o se angustia o asume como con alegría.

AC: Me pasaron las dos cosas. La edad me ha permitido precisamente poder deambular, visitar zonas tan profundas de mi vida, de mi historia, de mi inconsciente sin miedo. Creo que la vejez me ha permitido perder el miedo. Cuando era muy joven, yo me confundía con los personajes. Era tal mi nivel de sensibilidad que a veces no sabía dónde estaba. En Equus (su debut en el teatro, 1977) tuve que parar una semana las funciones porque estaba perdido. Tuve una crisis de pánico en el escenario. Entonces el psiquiatra me dijo que parara, que había una confusión muy complicada, que había que aclarar lo que era un personaje de lo que era yo. Y me sirvió mucho. Y la vejez me ha permitido perder el miedo a eso. Con Delfina Guzmán, que es tan importante en mi vida, hicimos Relaciones peligrosas y había un monólogo final que era muy fuerte. Yo lloraba y me emocionaba de amor, y la Delfina, en esos actos increíbles de la gente mayor, me tomaba el tiempo en los ensayos: ‘Siete minutos, perfecto. Siete minutos, cinco segundos. Siete minutos y medio. Te demoraste un poquito. Seis minutos, 50 y apuraste un poquito’. Y me preguntaba: ‘Alfredo, ¿dónde estabas? Porque yo te miraba a los ojos y aquí no estabas’. Y yo le decía: ‘En algún lugar del futuro. En algún lugar de mi historia, de mis amores, de mi familia, de mi infancia, de mis sueños. Navegando con mucha felicidad, sin miedo. Entonces, en el cine eso es lo que yo intento hacer. ¿Me entiendes? Navegar con absoluta libertad sin estar. Yo he dirigido y actuado con muchos actores y actrices, y cuando aparece el método siento que se provoca una especie de cárcel (...) Volviendo al tema de la vejez, me provocó un dolor también porque el cuerpo resiente el paso de los años. Cuando eso empezó a pasar, en que ya no era lo mismo subir un cerro, correr a un auto, hacer una escena de pelea, en fin, tantas cosas, me produjo tristeza la vejez, porque efectivamente son ya 70 años. Pero yo me siento en superplenitud, más alegre y más feliz que nunca en la creación, en la vida. Y sin embargo, claro, la presión alta, la prediabetes... Entonces digo qué pena, porque yo interna y mentalmente, y mi capacidad para hilar, para memorizar, para crear, para inventar, para hacer de la vida un juego permanente con mi familia, con mi pareja, con mi vida, con mis amigos, con mis amigas, es tan brutal, tan entretenida. Mucho más que antes, mucho más que en la juventud, pero el cuerpo te pone su paralé, sus límites.

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El próximo año Alfredo Castro debutará como director de cine. Junto a Pablo Valledor ya terminó el guion de Trabajadores de la muerte, adaptación del libro homónimo de Diamela Eltit. Además, está en búsqueda de un artista que lo dirija en la adaptación teatral de Memorias de un enfermo nervioso, libro que escribió el alemán Daniel Schreber a los 40 años, cuando se postuló a juez en Alemania y tuvo un brote psicótico. “Es muy lindo, un texto maravilloso. Estoy como Pirandello, pero en búsqueda de un director en vez de un autor”.

Por ahora está en Montevideo grabando Catedral, una serie chilena con actrices y actores chilenos producida en Argentina y dirigida por Pepa San Martín y Fabiana Tiscornia.

En 2006, Alfredo Castro fundó el Centro de Investigación Teatro La Memoria, hoy a cargo de Rodrigo Pérez y de los productores Guillermo Ugalde y Maritza Estrada.


En el 2013 Castro anunció que lo cerraría por razones económicas, pero logró subsistir arrendando el lugar y postulando a fondos, y arrendando por temporadas a la Universidad Mayor y a la Universidad Andrés Bello, al Duoc. Pero afortunadamente, dice, desde hace dos años cuenta con un monto anual que el Estado aprobó a ciertos teatros y fundaciones de teatro con trayectoria como el Teatro Ictus y Teatro Imagen, por ejemplo. “Hay que tener un calendario de años de actividades. No es que simplemente te llegue la plata, tienes que presentar un proyecto anual y rendir cada tres meses a la Contraloría General de la República. Me parece muy serio”, dice más aliviado sobre el futuro de su teatro. Claro que hay un reconocimiento estatal que no le interesa. Hace dos años, Rodrigo Pérez y su compañía Teatro de la Provincia lo postularon al Premio Nacional. “Y le dije ‘no quiero’. ‘Bueno, es problema nuestro, te vamos a postular’, me respondieron. Y me postularon, y lo ganó Patricio Guzmán. Me parece evidentemente obvio que tenía que ganarlo él".

L’O: ¿Tú no te postularías?

AC: No es mi tema. Me parece patético postularse uno mismo. Es algo que ya fue, y no, no, no. Yo tengo mucho cariño por todos lados, y en la vulgaridad de lo económico, yo tengo mi vida, sigo trabajando y me va bien. No tengo ningún apuro económico porque trabajo y vivo de mi trabajo. Y estoy bien, contento. No tengo ningún problema económico. El Teatro de la Memoria no me ha dado un peso durante su existencia, eso sí, ja, ja, ja. Más bien he puesto yo mucha plata, pero económicamente vivo de mi trabajo y estoy muy contento con eso. Me parece que es lo que tiene que ser.

L’O: Al menos la gente cree que te ganaste el premio al mejor actor chileno de la historia.

AC: Ja, ja. Claro, creen que me gané un premio y que soy Héctor Noguera.

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Fotos: Gabriel Pérez

Styling: Romina Morales

Maquillaje y pelo: Paolo Madariaga

Asistente de styling: Estefanía García

Asistente de fotografía: Rony Curifuta

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